El domingo
salió en El Mercurio la nota sobre la cantidad de agua y de sal que viene en los pollos que compramos en el supermercado. Para un país que consume 25 kg de pollo al año per cápita, el tema no es menor. Por cada 100 grs de pollo que engullimos, nos echamos encima 1 gr de sal, lo que según nutricionistas es la mitad de la sal que debieramos consumir al día.
Yo soy salado, lo reconozco. Soy de los que no prueban la camida sino que echan la sal primero. Mal. Es una costumbre adquirida por la vista y asumida por mi paladar, porque vaya que cuesta dejarlo.
Uno de los temas, además del de la educación nutricional de todos nosotros, la mala alimentación que tenemos, el exceso de comida con sodio que consumimos, es que hay un grupo de personas a los cuales la salud de la gente les importa un rábano. Ayer el tema fue objeto de nota en varios noticiarios y el mandamás de los productores de pollo se excusaba diciendo que ellos estaban cumpliendo con la ley. Hasta un 12% de agua se permite en cada pollo (agua y sal van juntas) y ellos, obviamente, le ponen justo un 12%. Era que no. Me pregunto yo, cuál es la idea de refugiarse en una norma laxa para justificar una medida que está afectando la salud de los chilenos. Estamos claro, a los productores de pollos les interesa vender pollos, no procurar mejorar la salud de sus consumidores. Pero cuando estas empresas se gastan millonadas de plata en publicidades en que pareciera que el pollo es la panacea para todos los males del planeta. Que el pollo es sano, que hace bien, coma pollo donde y cuando quiera. Eso raya en la publicidad engañosa si compramos un plumifero que viene inflado en agua y salado a morir.
El tema es la ética, la justificación de nuestros actos. El objetivo no puede ser respetar al límite la norma sanitaria (si esta es insuficiente), sino gastarse unas cuantas lucas en estudios que les permitan ofrecer productos de mejor calidad. ¿Es mucho pedir? - Nota en
El Mercurio - foto_
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