¿Pero de verdad te gustó? Esa es la segunda pregunta que me hacen cuando les digo que
La Sagrada Familia me gustó. Así que el bis afirmativo ya se me arranca solo, siento siempre la inminente consulta confirmatoria.
Más que cinco estrellitas, tres dedos arriba, cuatro tenedores o seis lunitas o caracoles, La Sagrada Familia se puede criticar por varias partes, pero el cine es para verlo, conmoverse, sentir y luego, comentarle al amigo, más que al lector que al final va o no va al cine si tiene o no tiene algo mejor que hacer ese día. Las críticas salomónicas están demás, aunque a los autores les gusta que los traten bien y a los indecisos siempre se sienten mejor si el crítico le puso la nota que uno le pondría.
La Sagrada Familia es una película compleja. Pero está lejos de la herejía, como injusta y prejuiciadamente fue calificada por un premio nacional de literatura. De hecho, ni siquiera es una película con temáticas demasiado “fuertes” (como gusta llamar a lo que incomoda). Nada que no se vea en el cable, o en algún capítulo de la esclava brasilera de Chilevisión. Eso sí, hay que concederle a quienes no soportan el movimiento equivoco de la cámara, el que puede llegar a marear, o a quienes no conciben perderse alguna palabra de un diálogo que se pierde porque la música está muy fuerte o justo rompió una de las olas que bañan esta historia de amor a la orilla del mar. Porque, como dijo
Campos, La Sagrada Familia es una historia de amor, de amor de madre, de amor de hijo, de amor de pololo, de amor entre hombres, de amor silencioso, de amor con rabia, y de todos esos amores de los que se trata la vida, y que nada tienen que ver con los amores melosos de Meg Ryan o Ben Affleck.
Los personajes están tremendamente bien caracterizados (y cuando uno piensa que el guión era de unas pocas páginas y sin diálogos, hay que darle aun más crédito al oficio de esos siete actores). Un hijo enrabiado que no logra soltarse con la polola frente a sus padres, una madre querendona que más que de las apariencias, vive de lo que tiene, un padre viejo y simple que se da aires de grandeza cuando no sabe bien de lo que habla, una polola avasalladora, demandante e insegura que no puede no ser el centro de atención, una amiga jugada por el silencio, fiel y quizás la más verídica de la cinta, y un par de amigos confundidos que chocan cuando debieron encontrarse.
La Sagrada Familia tenía que darse en semana santa, porque es de las pocas fechas en que la familia se junta, alejados por esos tres días de vacaciones, de aquella rutina que todo lo esconde. Esas preocupaciones por la que viene, esos diálogos “interesados” y esas catarsis no se dan un viernes común y corriente. Esos miedos, esas tensiones y resentimientos, esas sinceridades y esas caídas y redenciones, no se dan un sábado cualquiera. Y esas decisiones, esos desencuentros y esa dulce venganza no podían ser parte de un simple domingo. Esa es la razón, creo yo, para que todo esto pasara en esa fecha tan especial.
La Sagrada Familia está dedicada al deseo, de ese que nutre y de ese que mata, pero ese que todos tenemos. No es raro que a ratos uno se incomode. El problema no lo tiene uno. El problema lo tiene ese al que escuchamos reir mientras uno no sabe dónde meterse. Porque esa risa nerviosa que intenta tomarse a la ligera algo que en realidad afectó, es la prueba de que la película cumplió su objetivo. Que de una u otra forma nos identificáramos. No con un personaje, sino con una familia. Porque como decía la madre, la familia no la elegimos, nos toca y seguramente no reiremos cuando la historia de Campos nos llegue a casa, sin tocarnos la puerta.